Mi lengua se convirtió en una especie de Tierra Media a fuerza de tanto viaje. Un registro de épicas y mitos en el que se puede hablar de bandoleros urbanos cuyo santo y seña era seguir los pasos de Robin Hood, de abuelos con la fuerza suficiente como para voltear un caballo con la mano, del andar transando lo que viniera con judíos, árabes y gitanos en un rincón de mal viento y tierra como el Chuy, de mujeres que dialogaban con los muertos y sacaban de la baraja el signo con que morirías bajo la varia luna, de la historia de un tipo que vio en el cielo la imagen de la Bruja Madre y que, ante tanta belleza, se durmió desnudo y atado a un árbol en la plaza de su pueblo. Se lo comento a Juliana, una de las más hondas amistades que me dio este vasto continente como el mismo mundo. "Si a tus nietos no les da sordera, vendrán al monte donde vas a vivir para escucharte". Sin embargo comienzo a sentir que hay algo que se me escapa, una suspensión del juicio en el que se sabe que lo imprevisto y lo inevitable está a punto de llevarme por asteroides cada vez más inclasificables, territorios no registrados por ningún mapa.
Navigare necesse; vivere non est necesse.
(de una carta escrita a varios amigos en noviembre del 2010. Recife, Pernambuco)