domingo, agosto 19, 2007

El trasgo y el cosmonauta - canción 7: Canción de la paloma herida (versión libre de un tema árabe del siglo XII)

En 1990 me hice amigo de una familia libanesa. Aunque para ser más preciso, me había hecho amigo de los gurises de la casa, Munir, y su hermana mayor Layla, una muchacha hermosísima de ojos intensamente negros. Antes de venirse a ese extraño rincón del mundo que algunos dan en llamar Chuy, esta familia había vivido unos cuantos años en Beirut. Como suele suceder entre los musulmanes, ya habían determinado el casamiento de la muchacha con uno de sus primos que vivían en el Líbano. Layla tenía diecisiete años y realmente esperaba la llegada de su prometido.


Vino la fiesta de bodas. Las mujeres de las dos familias hicieron su baile de homenaje a la novia, la ataviaron como a una auténtica princesa, y una odalisca hizo su número infartante uniendo, al final de aquella algarabía de vientre, tambores y laúd, a los recién casados.


Cuando nos sentamos a comer, Mussa, el padre de la novia, pidió la palabra. Y nos explicó que iba a dedicarle a su hija una canción de la aldea donde él había nacido, la misma que él cantó en el día de su casamiento a la que ahora era su mujer. Se silenció la sala. Y el hombre cantó. Cantó con voz pastosa y ternura de desgarro, con su más entera hombría de viejo patriarca. Una canción de estructura hipnótica que, por momentos, recordaba a un mantra y que, sin embargo, era una canción de amor. Pasaron los años y jamás logré olvidar su melodía.


Por esas idas y venidas, dejé de frecuentar a la familia. Terminé el secundario y me fui del Chuy, aunque algunos fines de semana caía de visita por el pueblo. Encontré a Munir al frente de lo que era el negocio de su padre. Nos vimos, nos reconocimos. Pregunté por Mussa y me dijo que andaba enfermo. Pregunté por Layla. Todavía recordaba que ella, pocos días después de su boda, se había mudado con su esposo a Beirut. Lo que no sabía era que un año después de su partida había muerto entre los escombros de su edificio, destrozado por uno de los misiles que asoló el Líbano en épocas intermitentes de conflicto. Layla tenía dieciocho años y esperaba un hijo.


Poco tiempo después, hablando con Mussa, me enteré que la canción que dedicó a su hija era muy antigua y que habría surgido en Siria aproximadamente por el siglo XII. Con algo de atrevimiento, re-escribí la letra de la canción, respetando su espíritu poéticamente trágico y amatorio. Quizás pensando en Layla y sus ojos negros. No sé.


Deja que enciendan por mí
toda esa llama
bajo la luna, la luna
con su flor llena de azul y ojos de plata.


Escucha, escucha:
a la sombra de la primera mañana
oscura, oscura,
nadie me hablará de ti, nadie ni nada.


¿Quién duda, quién duda
de mi corazón que, al fin, nunca se calla?

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